24 de abril de 2006

Lecciones estadunidenses

León Krauze
Excelsior
23-04-2006

Los debates se han consolidado en los procesos electorales de EU. Los aspirantes reconocen la importancia de aparecer en TV, en horario estelar, frente a millones de electores aún indecisos

El 26 de septiembre de 1960 fue un gran día para el ejercicio democrático en Estados Unidos. Esa noche, y por primera vez, decenas de millones de personas pudieron ser testigos de un debate entre los aspirantes a la Presidencia del país, el senador demócrata John F. Kennedy y el vicepresidente republicano Richard Nixon.

Aquel primer encuentro televisado definiría, en gran medida, la elección presidencial del 60. Kennedy y Nixon enfrentaron el debate de manera muy distinta. Nixon llegó pálido y esmirriado al escenario. Apenas unas semanas antes, el vicepresidente había sufrido una seria lesión de rodilla y se había visto obligado a pasar un par de semanas en el hospital. Llegada la hora del choque con Kennedy, Nixon había perdido varios kilos. Para colmo, obstinado y gruñón como era, Nixon se negó a que le aplicaran maquillaje. El resultado fue desastros el vicepresidente parecía un enfermo ceniciento y nervioso que no paraba de sudar. John Kennedy, en cambio, había aprovechado los días previos al encuentro para tomar el sol, mientras hacía campaña en California. Bien retocado, cómodo y sonriente, Kennedy era la viva imagen de un futuro presidente. Cerca de 70 millones de estadunidenses vieron esa noche la debacle mediática de Richard Nixon. Prácticamente todos los analistas de la época coincidirían, un par de meses después, en la trascendencia de aquel primer debate: sin su telegenia, Kennedy no habría podido derrotar a su rival.

La siguiente gran lección acerca de la importancia del impacto mediático en una campaña presidencial ocurrió en 1980. Como recordara Yuriria Sierra en Excélsior hace un par de semanas, el desenlace de la contienda entre Ronald Reagan y el entonces presidente Jimmy Carter no podría entenderse sin la historia de los encuentros televisados de ese año. Confiando en la ventaja que le confería su investidura, Carter decidió ausentarse del primer debate, esgrimiendo un supuesto desacuerdo con la aparición en el encuentro del candidato independiente John Anderson (curiosamente, los organizadores del debate consideraron incluir una silla vacía; la propuesta finalmente fue rechazada). El de Carter fue un error garrafal. Ronald Reagan, que conocía perfectamente el verdadero alcance de los medios de comunicación, aceptó gustoso el regalo y aprovechó el escenario. Con su sonrisa del millón, logró presentarse exitosamente como un político creíble y amable. Aterrado, el presidente Carter decidió asistir al segundo debate, donde, por cierto, ya no apareció Anderson. Torpe y nervioso, el presidente resultó poco persuasivo. En algún momento, incluso, recurrió a una conversación con su hija Amy para explicar su preocupación con la carrera armamentista nuclear. Reagan, en cambio, explotó al máximo la experiencia anterior: confiado y sereno, hizo gala de su veloz sentido del humor y pasó por encima de su rival. Desde entonces, los debates televisados se han consolidado como parte esencial de los procesos electorales en Estados Unidos.

Los aspirantes reconocen la importancia de aparecer en televisión, en horario estelar, frente a millones de electores todavía indecisos. En años recientes, los encuentros han adquirido una relevancia incluso mayor.

En 2000, por ejemplo, los tres debates entre George W. Bush y Al Gore resultaron cruciales para el triunfo del republicano. A diferencia de un Gore indolente, robótico y pretencioso, Bush logró transmitir afabilidad y simpatía. Además, el tejano logró comunicar algo inesperad seguridad y (cierta) inteligencia. En las semanas previas al debate, la prensa había especulado sobre la capacidad intelectual y discursiva del republicano, que parecía más un adolescente travieso que un serio aspirante a la Presidencia. Se esperaba tan poco de Bush, que, al final, el candidato logró superar —simplemente evitando tropiezos claros— las expectativas. El debate le significó a Bush entre dos y tres puntos porcentuales.

Las lecciones están ahí: menospreciar el impacto del rating generado por dos horas de televisión en horario estelar puede tener consecuencias irremediables. Hoy en día, la elección de un presidente no pasa tanto por las ideas y las propuestas, sino por la personalidad de los contendientes. Con un electorado tan claramente disputado como el nuestro, los dos encuentros entre los candidatos a la Presidencia se antojan decisivos.

De no presentarse el día 25 a debatir, Andrés Manuel López Obrador habrá ignorado lecciones importantes de la historia. Si el debate genera 12 puntos de rating (un cálculo que me parece incluso conservador, si las televisoras promueven el encuentro como debe ser), el candidato perredista habrá desperdiciado la oportunidad de hablarle a cerca de tres millones de votantes.

Si la experiencia estadunidense tiene algo que enseñarnos, la ausencia de Andrés Manuel López Obrador (y de Roberto Madrazo Pintado, si a última hora decide faltar también) podría resultarle costosísima. Ya será tarea de los candidatos presentes aprovechar, como Kennedy y Reagan en su momento, la displicente ausencia de sus rivales.

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