Roberto Blancarte
Milenio
08/08/2006
Me pregunta mi hijo: ¿No sería mejor que hubiera dos presidentes del país al mismo tiempo? No —le digo— no se puede y no estoy seguro que sería buena idea. ¿Y por qué no? Si ambos tienen muchos seguidores, ¿no sería una buena solución? Me veo entonces obligado a hablar no solamente de democracia, a secas, sino de gobernabilidad. Imagínate —le digo— que hubiera dos presidentes de la República. Contrariamente a lo que te imaginas, es decir que los dos cooperarían para gobernar, cada uno de ellos podría tratar de llevar adelante un proyecto de país distinto y habría muchos enfrentamientos y desgaste. Un Presidente querría por ejemplo a lo mejor nacionalizar los bancos, mientras que el otro quiere que sigan siendo privados, un Presidente quisiera privatizar Pemex, mientras que el otro quisiera que siga siendo una empresa paraestatal. Así que no es viable. Bueno, —me dice mi hijo— pero si alguien gana por un sólo voto de diferencia (como me dices que es la democracia), ¿no te parece que hasta cierto punto es injusto que una mitad de la población le imponga un proyecto a la otra, sólo por un voto de diferencia? Bueno —le contesto— en realidad la Constitución prevé que los cambios importantes no los pueda hacer una persona, sino que los tenga que hacer el Congreso y por una mayoría de dos terceras partes. Así que no hay riesgo de abusos, por la mayoría de 50 por ciento más uno. Tienes que recordar que un Presidente —cualquiera que éste sea— tiene que gobernar para todos, no sólo para los que votaron por él y además hay algo que se llama derechos humanos y derechos de las minorías, que ninguna mayoría puede violar. Lo que tú sugieres con tu pregunta inicial es que, idealmente, se tenga un gobierno de coalición, es decir que haya un gobierno donde estén representados todos los intereses de los ciudadanos. Pero definitivamente, según nuestra Constitución, no puede haber dos presidentes al mismo tiempo. Para eso se inventaron las elecciones, para saber quién es el que cuenta con la voluntad de la mayoría, así sea mínima. Lo ideal, por supuesto, sería que todas las fuerzas políticas colaboraran de alguna manera con quien ganó. Pero eso depende de la credibilidad con que se gane, de la voluntad de colaboración de los participantes en la contienda y de la responsabilidad social de los políticos.
Esta breve pero sustanciosa conversación me hizo pensar que el asunto de las elecciones presidenciales en México gira por supuesto alrededor de quien obtenga la mayoría, pero tiene que ver con otras cuestiones que van más allá del conteo o recuento de votos; se relaciona con la credibilidad del proceso electoral (lo cual a su vez tiene que ver con la transparencia del mismo) y con la eventual mayor o menor legitimidad de los gobernantes. Eso es realmente lo que está en juego y lo que se está dirimiendo alrededor de las estrategias de cada partido contendiente, incluyendo las de aquellos que obtuvieron menos votos.
A estas alturas, me queda claro que Andrés Manuel López Obrador y el PRD no están apuntando al recuento voto por voto, casilla por casilla. Saben sus principales dirigentes (que no son tontos ni están locos, como algunos podrían creer) que esa no es una opción, ni la más viable legalmente, ni la que necesariamente les garantizará la victoria. Lo que buscan a estas alturas es cuestionar la credibilidad del proceso (lo cual ya lograron en buena medida, por lo menos entre un porcentaje de la población) y de alguna manera minar la legitimidad del próximo Presidente para debilitarlo y obligarlo a negociar políticamente. En otras palabras, lo que los perredistas quieren es una especie de gobierno de coalición, pero a la brava o a la mala. No hay la intención de reconocer, ni con un eventual recuento total de votos ni con algún fallo del Tribunal Electoral acerca de la legalidad de la elección, el triunfo del oponente. Como en sus épocas de mayor combatividad, en un sistema donde el IFE no existía y tanto el PRD como el PAN acudían a las concertacesiones, el perredismo y sus aliados quieren ahora forzar en las calles una salida política aunque sea extralegal. Lo que cuenta para ellos es la relación de fuerzas, no los argumentos jurídicos ni racionales. Por eso aparecen como actores políticos incongruentes y cínicos; se contradicen, dicen abiertamente mentiras y, aquellos con historial más cuestionable, tienen el descaro de acusar de corruptos a los intelectuales que se atreven a oponerse.
El problema para ellos es que 2006 no es 1988. Que en estos 18 años, a pesar de todas sus deficiencias, sí tenemos un sistema electoral suficientemente transparente y confiable. Que los contrapesos a la Presidencia existen constitucionalmente, como lo prueba la experiencia de este accidentado sexenio, y que no se requiere una política de masas para modificarlo sino, por el contrario, un fortalecimiento de las instituciones. El PRD y sus aliados, de la misma manera que el subcomandante Marcos, prefirieron apostar a la radicalidad política, usando las instituciones, aunque actuando en contra de ellas. El castigo a esta arcaica más que absurda estrategia no se dará con el resultado del Tribunal Electoral, o en el conteo de votos, cualquiera que sea el desenlace, sino en las elecciones del 2009.
11 de agosto de 2006
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