José Antonio Crespo
Excelsior - Horizonte Político
28-04-2006
A la tipificación de las campañas propositivas —casi invisibles— y las negativas —muy presentes— debemos agregar al menos otra categoría: la campaña de errores. Y es que la elección será ganada por quien cometa menos o menos graves. Un tropiezo puede provocar una serie de secuelas que, combinadas, tal vez aborten la posibilidad de triunfo de cualquier candidato. Probablemente es más difícil evitar esos deslices que exponer vagas propuestas o hacer promesas etéreas. Ello porque el proceso electoral es un campo de minas, donde un paso mal dado pueden y suelen aprovecharlo los adversarios para golpear de manera inmisericorde. Algunas pifias es posible superarlas, olvidarlas, corregirlas, si se dispone de tiempo. Otras pueden ser decisivas.
A Roberto Madrazo sus múltiples errores lo mandaron poco a poco al tercer sitio en las encuestas, de donde se ve difícil que salga y más después del primer debate. Felipe Calderón cometió algunos errores iniciales —como exhibir sin matices su puritanismo moral—, pero ha podido dejarlos en el olvido. Andrés Manuel López Obrador cometió un error grave al callar al presidente, del cual otros yerros parecen ser las secuelas. Dice el viejo proverbio que cuando los dioses quieren perder a un hombre, lo ciegan. Y la arrogancia mostrada por López Obrador al sentirse vencedor seguro, lo hizo tropezar fuertemente. Soslayó una regla básica en las campañas: si con tu voto duro no basta para ganar, debes cultivar y cuidar tu voto moderado.
Y mientras más complazcas a tus partidarios duros, más agravias a los moderados, quienes, a diferencia de los primeros, fácilmente emigran a otro lado. Las más recientes encuestas registran la gran cantidad de electores independientes que abandonaron al candidato del PRD y sugieren que lo dañó su falta de respeto al presidente Fox, más que la campaña negativa de sus adversarios.
Y de ahí se derivaron nuevos errores, que pueden ser muy costosos, como no haber asistido al debate, cuando ya había indicios de haber perdido la ventaja de que por años gozó. Traspié que a su vez se explica por esa manía de la izquierda de no dar crédito a las encuestas en general, cuando no les son favorables (quizá porque, como las matemáticas en los años 70, las encuestas “son burguesas”). Su ausencia en el debate pudo como quiera compensarse apareciendo en los medios al término de la polémica (y se supone que para ello el PRD rechazó la minitregua que los demás partidos quisieron imponer). Eso podía darle incluso una situación ventajosa a AMLO. Mas a partir de quién sabe qué racionalidad, el PRD optó por “hacer el vacío” al debate, queriéndolo minimizar, pero en realidad dejándole el terreno despejado a Calderón, quien aprovechó al máximo ese favor. En lugar de tener una presencia mediática en el posdebate, López Obrador prefirió refugiarse en el búnker de sus huestes, a riesgo de identificar a los partidarios duros con el resto del electorado al que debe convencer.
Creer que plazas llenas implican urnas llenas ha sido un error histórico de la izquierda mexicana.
Otra falla consiste en no reaccionar oportuna y certeramente a las acusaciones al candidato y conformarse, en cambio, con hacer algunas puntualizaciones de manera dispersa y tardía. No se trata, desde luego, de devolver lodo con lodo, pero sí de meter las manos en defensa propia. Hay una gran diferencia entre el “ojo por ojo” y “poner la otra mejilla”. Quizá la lentitud en la capacidad de respuesta del PRD se deba al exceso de confianza ante la enorme ventaja que todas las encuestas le daban a su candidato al inicio de la campaña. Si frente a ese panorama desfavorable no hay un golpe de timón y, en cambio, López Obrador opta por culpar a todo y a todos, no sería nada raro que el triunfo que erróneamente consideró inevitable, se le escurra entre las manos.
28 de abril de 2006
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