Carlos Puig
Milenio - Historias del más allá
12/08/06
Richard Nixon presentó su renuncia a la presidencia de Estados Unidos el 8 de agosto de 1974. Tal vez porque la versión del escándalo que lo llevó a esa decisión que más se conoce es la película de Redford y Pacino, se ha esparcido la confusión de que fue consecuencia inmediata del descubrimiento de espionaje que se hacía en las oficinas del partido demócrata en el edifico Watergate en Washington.
En realidad pasaron dos años y meses entre ambos hechos.
En medio hubo cientos de artículos, acciones del Congreso, un fiscal especial, la revelación de cientos de horas de grabaciones en la oficina Oval, renuncias de otros personajes y sobre todo, la obstinación de Nixon de que él no había hecho nada malo.
Sólo cuando miembros de su propio partido en la Cámara de representantes y el Senado, aliados de Nixon durante esos dos años, le anunciaron al presidente que los había perdido para su causa, fue que Nixon decidió ceder y renunciar.
Margaret Thatcher, La dama de hierro, llegó al poder en 1979. En once años transformó a la Gran Bretaña desde una perspectiva conservadora. En mancuerna con Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, revitalizo a los partidos de derecha en el mundo.
Para 1990, cuando decidió no presentarse a la reelección, la economía británica ya llevaba años en problemas. Las diferencias sociales se habían agravado mucho tiempo atrás y las calles inglesas estaban llenas de protestas antithatcherianas. Pero la Thatcher no concedió su lugar hasta que su propio partido le dijo adiós. Simbólicamente, Sir Geoffrey Howe, uno de sus más fervorosos aliados y en esos momentos Viceprimer Ministro renunció al gabinete en protesta por la política de Thatcher hacia Europa. Sólo así, La dama de hierro entendió que era hora de irse.
Estos dos son sólo ejemplos famosos de cómo en la lógica de la política y el poder, los adversarios importan menos de lo que a veces pensamos, y son los aliados a los que hay que estar atentos.
Los amigos de López Obrador se pueden ahorrar los correos. No trato de comparar a AMLO con Nixon o Thatcher sino con la lógica de cómo ha funcionado el fin de los líderes de movimientos políticos aferrados a su causa, sólo para tratar de adivinar cómo podría terminar el impasse que hoy se vive en México.
Todo indica que el resultado del recuento será el mismo que el del IFE. Que las variaciones para uno y otro candidato estarán dentro de la estadística de errores posibles cuando miles de manos cuentan millones de votos contra reloj.
Es claro también que el recuento no solventará las demandas de López Obrador ni levantará los bloqueos, ni detendrá las “acciones de resistencia civil”.
También parece cierto que el Tribunal no anulará la elección, ni se meterá a analizar los argumentos de una “elección de Estado” con base en las intervenciones de Fox o de los empresarios; y declarará Presidente electo a Calderón. Lo cual sólo calentará más el ambiente.
Y como también parece claro que el gobierno federal no quiere meter mucho las manos y menos intervenir con la fuerza policíaca (aunque todo tiene un límite), la situación tenderá a empeorar. Será un primero de septiembre de locura.
El rumbo que propondrá López Obrador es predecible. Como le dijo a Elena Poniatowska esta semana, es ahora cuando se siente mejor, cuando dice lo que en verdad cree y siente. No tiene que guardarse cosas como cuando era candidato. Y lo que AMLO quiere no pasa por los tribunales, ni por las minucias electorales, ni por esas formalidades. Hay que tirar el país a la basura y construir otro. Se siente robado por los poderosos y eso no le permitirá. En otras palabras, AMLO apuesta a los trancazos. Al triunfo absoluto o la represión jurídica o violenta de su movimiento. No hay matices. Sería muy estúpido dudar que el líder perredista va a estirar y tensar la situación hasta que gane o reviente, siendo más probable la segunda que la primera.
Sus “adversarios” pueden hacer poco para frenar este impulso como no sea la capitulación. No está en sus manos. No hay negociación posible frente a la revolución. Calderón podría cambiar de partido, implementar completo el programa de AMLO, volverse tabasqueño, ateo, escupir públicamente a Roberto Hernández, meter a la cárcel a Elba; y AMLO seguiría en las calles.
El futuro del conflicto está en manos de los más cercanos a AMLO. Sólo cuando ellos lo abandonen, o duden, el líder perderá fuerza. Camacho, Monreal, Ebrard, Arreola y compañía son los únicos que pueden afectar el destino de la crisis.
Ni siquiera el PRD tiene mucho que decir, marginado de cualquier debate o decisión. Tampoco los intelectuales que le son afines; silenciados y algunos insultados cuando se atrevieron a cuestionar la decisión de los bloqueos.
Esa es la paradoja del dos de julio: el destino del país está en manos de ese grupo. De cómo se comporten frente a su caudillo en las próximas semanas dependerá el México del futuro. Como si hubieran ganado las elecciones.
12 de agosto de 2006
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