Rafael Ruiz Harrell
Reforma
12 de Agosto del 2006
No, no estamos frente a ninguna gesta homérica. Tratándose de héroes puede dársele cabida a la pregunta de quién es la víctima y quién el victimario. En el teatro de aquellas luminosas tragedias la grandeza de las partes daba origen a la duda, pero en este caso -el que estamos ahora padeciendo-, la asimetría es a tal grado abrumadora, es tan mediocremente obvia la ambición que da origen al desastre, que no hay duda, por un lado, que López Obrador y sus kamikazes son los victimarios y, por el otro, que nosotros -usted, yo, los hijos del vecino, quienes vivimos aquí-, somos las víctimas calladas, disciplinadas, propiciatorias. Somos, entiéndase, el sacrificio imprescindible que demanda esa locura.
Conviene no perder de vista una circunstancia. El líder tabasqueño tiene una virtud admirable: la de darle un carácter supuestamente heroico a las borrajas de sus más sucias ambiciones. En violación abierta de la ley, manda a sus huestes a construir un camino en un terreno privado. Sigue en eso a pesar de un amparo en contra y continúa en la sordera cuando un juez federal le ordena suspender los trabajos. Dos preguntas se vuelven manifiestas. ¿Por qué invadió una propiedad privada? La respuesta fue de cándida inocencia: porque quería construir un camino para llegar a un hospital. La segunda es todavía más reveladora: ¿qué lo impulsó a violar, deliberadamente, la disposición expresa de un juez federal cuando sabía que la sanción por desacato era el desafuero?
La última pregunta recibió una linda respuesta: pues por eso. Hombre bueno y limpio, comprometido con las necesidades populares -así se tratara de uno de los hospitales más caros y exclusivos del DF-, López Obrador era un héroe que se arriesgaba a la batalla imposible, el mandatario que se exponía a un castigo trascendental en defensa de ideales comunitarios. Era un Héctor redivivo que frente a la oposición invulnerable del Aquiles del sistema arriesgaba su vida política en defensa de la ciudad. No importaba que los pobres no tuvieran acceso al hospital de marras. López Obrador se exponía a padecer la muerte del desafuero en su defensa. Estaba dispuesto, heroicamente, a apostar por ellos la posibilidad de su candidatura a la Presidencia.
Fue eso, por la hipotética calidad de héroe -o en términos menos cinematográficos: por ser una víctima profesional, que logró parar las consecuencias del desafuero que ya se había dictado en su contra. No era un delincuente que estuviera violando la ley: era un salvador que merecía respeto y espacio. El desafuero aprobado por el Congreso quedó en la nada para que pudiera lanzarse a la carrera presidencial.
Y lo tenemos seis, ocho, nueve meses transfigurándose en el defensor de los pobres. De héroe de traspatio, pasó a héroe histórico y trascendental. No buscaba el poder por ambiciones personales, sino para corregir los defectos todos de nuestra historia. Él pondría bien lo que estaba mal. Corregiría injusticias y alentaría equidades. Era el salvador; el guía esperado; el indestructible; el rayo de esperanza; el líder de una nueva revolución; el único que podía quitarle algo a los ricos para que los pobres fueran menos pobres. ¿Cómo podía perder en una elección democrática, libre, limpia?
Entiéndaselo: hay fraude, y un fraude enorme e inconcebible, porque un héroe tan limpio, tan comprometido, tan honesto, no puede perder ante las fuerzas del mal. Si los votos emitidos dicen otra cosa, los votos están mal y, dicho sea de paso, todas las instituciones que participaron o puedan participar en el enredo están embarradas en lo mismo, como el IFE y el Tribunal Electoral de la Federación. Ahora ya sabemos que contar voto por voto tampoco es la solución. La elección será admisible sólo si se inclina, subyugada, ante el héroe redentor.
Por desgracia el cuento cae en contradicciones y absurdos que lo hacen inaceptable. Vaya una observación totalmente elemental: ¿cómo sabemos en un match de lucha libre quiénes son los buenos y quiénes los malos? Fácil: los buenos, los héroes, quieren ganar sin hacer porquerías. Confían en su destreza y su atletismo. Su apuesta al triunfo está en que son mejores luchadores. La de López Obrador está en el rodillazo en la ingle; en el chile piquín frotado en los ojos del contrario; en bloquear Reforma; en mandar a sus terroristas menores -por supuesto fingiendo que no sabe nada-, a tomar casetas carreteras e instituciones financieras y electorales. Sus técnicas no son las del héroe impoluto que pretende fingirse víctima crucificable, sino las del bárbaro desesperado que quiere ganar a toda costa, aun en contra de la opinión del público.
López Obrador no es un héroe, sino un pobre demagogo desquiciado y ambicioso. En la lucha que le ha declarado a la población capitalina, él es el victimario. Las víctimas hay que buscarlas en los trabajadores que serán despedidos a causa del bloqueo; en los millones de horas perdidas por transeúntes y conductores; en quienes saben que es impredecible llegar a cualquier lado; en quienes vivimos en esta ciudad y no podemos habitarla; en quienes entienden que la ciudad está de rehén no de una solución, sino de las ambiciones tropicales más elementales.
12 de agosto de 2006
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