Fernando Escalante G.
Crónica
9 de Agosto de 2006
De todo el agitado escándalo de la semana pasada me quedo con una declaración de Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno electo de la Ciudad de México. Dijo: “Hay una carta firmada por 100 personas quienes andan diciendo que ya se contaron los votos; a ellos les decimos que abran los ojos y cierren las carteras porque las evidencias del fraude sobran”. No parece una buena idea empezar a gobernar insultando a quienes no piensan como él, pero tengo la impresión de que ése va a ser el tono permanente, el estilo de Ebrard y el del resto del PRD de López Obrador. Hay buenas razones para ello.
Es un estilo que se ha ido elaborando hasta el detalle en los últimos años. Hemos visto el proceso de su cristalización cotidianamente, en las ruedas de prensa y en los mítines. Acaso sea espontáneo en López Obrador o lo haya sido en un principio: hoy define no sólo una forma de comunicación sino una postura política, casi una orientación estratégica. Se caracteriza sobre todo por recurrir al insulto directo, explícito, sin adornos, más o menos vulgar, agresivo o hiriente, pero siempre en lenguaje popular, con adjetivos y frases hechas y símiles que entiende cualquiera y que casi siempre tienen un acento clasista. El estilo dice muchas cosas. En primer lugar dice que ha habido una degradación general de la vida pública: es un reflejo de la vulgaridad del lenguaje habitual del presidente Fox y casi todo su gabinete. También dice que el PRD se siente muy seguro en su feudo del Distrito Federal, sabe que puede permitirse casi cualquier cosa —corrijo: puede permitirse cualquier cosa— sin que eso afecte a sus resultados electorales. Sobre todo es un modo de decir que el PRD es de izquierda. Puede recurrir a las formas más arcaicas y humillantes del clientelismo, puede mover dinero negro y arreglarse con empresarios amigos, puede desviar recursos públicos, puede hacer un uso abusivo y partidista del sistema de procuración de justicia: es de izquierda porque insulta a los ricos, a los de mero arriba. No hace falta más. Si alguien responde a las injurias, tanto mejor.
Ahora bien: la eficacia del nuevo estilo depende no sólo de su agresividad, sino de la facilidad con que puede asimilarse al sentido común. Se trata de decir lo que todos sabemos, lo que no necesita ni pruebas ni argumentos.
Vuelvo a la declaración de Ebrard porque es ejemplar. Supongo que sabe perfectamente que su insinuación, aparte de injuriosa, es mentirosa. No puedo descartar enteramente la idea de que él piense que así suceden las cosas, que los académicos e intelectuales alquilan su firma para desplegados; no puedo descartar que su experiencia le diga que de ese modo se hace, tampoco puedo estar seguro de que no tenga él una lista de firmantes de alquiler para cualquier desplegado que necesite publicar: sólo supongo que no es así. Supongo que los que firman contra el legalismo lo hacen con la misma convicción con que firmamos quienes pensamos que puede haber habido irregularidades, pero no fraude, y que debe resolver el tribunal puntualmente. Tengo que suponer que miente a sabiendas porque su público le va a festejar la frase, porque confirma a quienes le escuchan en la idea de que todos “allá arriba” son corruptos y los que no siguen al jefe son unos vendidos, traidores. Es decir: sabe que con sobrada razón se le podría llamar mentiroso, hipócrita, demagogo y sinvergüenza. Nada le iría mejor para sentar plaza de izquierdista probado, militante, víctima de la derecha, sin necesidad de mover un dedo ni proponer nada.
Es el nivel intelectual en que siente más cómoda la novísima izquierda obradorista de la que forma parte Ebrard: la de Manuel Camacho, José Guadarrama, Arturo Núñez, Martí Batres, Fernández Noroña, Dante Delgado, Ricardo Monreal, Porfirio Muñoz Ledo, Leonel Cota. No hace falta ni programa ni argumento de nada, sino que basta con señalar a los rateros, traidores, ladrones, delincuentes de cuello blanco, chachalacas, corruptos, dejando en claro que son ellos, los otros: para que nadie se confunda (porque sí, es fácil confundirse).
Pero insisto en un punto que me parece de la mayor importancia: esa retórica es eficaz porque tiene una resonancia inmediata en el sentido común de la gente. Es lo que ha hecho López Obrador desde hace años. Se ahorra las pruebas y las razones porque cuenta con la complicidad del sentido común, porque sus diatribas se apoyan en los estereotipos denigratorios más extendidos. ¿Quién necesita una explicación, si todos sabemos de lo que habla y sabemos que es así? En lo que sea: ora resulta que los jueces son independientes (y viene la carcajada); ora nos dicen que hicieron bien las cuentas (otra carcajada); ora ya el IFE funciona y cuenta los votos (carcajada como para partirse); ora resulta que a los empresarios les preocupa el país (de risa); ora dicen los pirrurris que no hubo fraude (risas, mentadas, aplausos); ora nos dicen que el estado de derecho y la legalidad (carcajadas, silbidos, gritos). Sólo lo simplifico un poco: ése es el diálogo habitual de López Obrador con sus seguidores. Y funciona.
Lo malo es que en ese estereotipo denigratorio entramos todos. Es una reiteración de los tópicos del “ser del mexicano”. Aquí no hay nada honorable, nada que funcione, nada que sea digno de respeto; todo son chanchullos, transas, arreglos en lo oscurito, hoy por ti y mañana por mí. Sirve para insultar a unos, para justificar a otros, para rebajarnos a todos.
No faltan experiencias en la historia de cualquiera que confirmen lo que dice el estereotipo: en particular, el sesgo de clase del Estado de Derecho. Lo expone en un magnífico artículo de este lunes pasado Claudio Lomnitz, en el Excélsior. Nadie necesita que se le explique dos veces que la invocación de la legalidad es con frecuencia una astucia legalista o legaloide, es decir, una injusticia. Por otra parte, como lo ha mostrado Roger Bartra, el estereotipo del “mexicano” forma parte de un sistema de dominación: es la elaboración simbólica, perfectamente funcional, de la arbitrariedad, el autoritarismo y la corrupción. Porque así somos.
En algún momento, en alguna medida, ese sentido común escéptico pudo ser una formación defensiva o un recurso de desacralización. Hace tiempo que sirve para fines mucho menos presentables. Enunciarlo como si tal cosa desde posiciones de gobierno tiene otras implicaciones, graves. Lo que dice Ebrard, y sus compañeros de la novísima izquierda, es que aquí no hay sino ellos o nosotros y que se trata de repartirse el botín, que no hace falta andarse con cuentos. Lo que dice Ebrard es que todo se vale porque todo está en venta, desde la firma de Ignacio Almada, Roger Bartra, Adolfo Castañón, Christopher Domínguez, Luis González de Alba, Jacqueline Peschard, Alejandro Rossi, José Sarukhán o José Woldenberg (cito al azar), hasta las ponencias de los magistrados del Tribunal Electoral: ¿por qué no las concesiones de obras públicas? ¿Por qué no las licencias de taxis? ¿Qué se puede decir contra el acarreo? ¿Habrá quién se extrañe? En breve, en el insulto de Ebrard está prácticamente un programa de gobierno que de antemano anuncia que no va a dejar que le estorbe el legalismo. Porque somos mexicanos, ¿a poco no? ¿Y para qué nos hacemos, si ya somos?
Sólo en apariencia es un lenguaje maniqueo, porque nadie se cree la virtud de los buenos ni falta que hace: a estas alturas no es necesario disimular prácticamente nada de lo que se hace en el Gobierno del Distrito Federal. Importa lograr el descrédito completo no ya de las instituciones tal como existen, sino de la idea misma de que en México pudiera haber instituciones; después hay la retórica de los buenos y los malos, pero es sólo un adorno, una coartada para la arbitrariedad: la misma combinación de cinismo y demagogia que pudieron usar Echeverría o López Mateos (que después de todo eran representantes de la Revolución). Tampoco es tan extraño. Aparte de la vulgaridad, en la novísima izquierda de Marcelo Ebrard —Muñoz Ledo, Camacho, Delgado, Monreal, Núñez, Fernández Noroña— no hay casi nada nuevo salvo el estilo, que es directamente reaccionario.
escalante.fernando@gmail.com
11 de agosto de 2006
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario