Luis de la Barreda Solórzano
Crónica
23 de Junio de 2006
Si las encuestas son acertadas, Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón llegan a la elección presidencial prácticamente empatados en la intención de voto, lo que supone que: a) cualquiera de los dos tiene posibilidades de ganar el domingo 2 de julio la Presidencia de la República, y b) probablemente quienes hoy aún están indecisos sean quienes inclinen la balanza. Cada sufragio, entonces, puede ser decisivo. Por primera vez en mi vida votaré por un candidato del PAN aun cuando varias de las posturas conservadoras de ese partido me resultan inaceptables, sobre todo aquellas que se refieren a aspectos que conciernen a las convicciones morales de los individuos. Por ejemplo, me parece farisaico el rechazo a la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo y a la píldora del día después. Sin embargo, es evidente que si el PAN vuelve a ganar la Presidencia no habrá un retroceso en esos temas, pues ni Calderón va a intentarlo ni la correlación de fuerzas parlamentarias se lo permitiría. Por otra parte, el programa económico y social del aspirante panista parece razonable, en tanto que el del perredista es, como lo ha calificado Jaime Sánchez Susarrey, un proyecto irresponsable que podemos pagar muy caro los mexicanos. Pero esa no es la razón principal para decidir el sentido de mi voto. Más que votar por Calderón, votaré contra López Obrador por un motivo que considero muy fuerte. El ex Jefe de Gobierno del Distrito Federal ha dado muestras inequívocas y abundantes de autoritarismo, intolerancia y desprecio al derecho. No me parece un exceso considerar que tiene alma de dictador (quieran los dioses que, si gana la elección, me equivoque).
La afirmación de que el ex priista es un peligro para México no se basa en elucubraciones acerca de lo que podría hacer o dejar de hacer si llegara a ser Presidente, sino en la certeza de lo que ya hizo y lo que dejó de hacer como gobernante de la capital de la República. A la vista de cómo gobernó, no puede menos que sorprenderme que cuente con el respaldo de intelectuales que se habían caracterizado, entre otras cosas, por su vocación democrática. En el breve espacio de esta columna apenas podré esbozar algunos de los desplantes, de las acciones y de las omisiones de López Obrador cuya evocación quizá sea suficiente para ilustrar mi temor.
Yo era Presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Uno de los principales destinatarios de nuestras recomendaciones, por atropellos muy serios, era el Procurador Samuel del Villar. López Obrador, Jefe de Gobierno electo, aseveró que todos los ombudsman del país eran priistas y se fatigó en anunciar, una y otra vez, que sostendría en el cargo al doctor Del Villar, a quien comparaba con Benito Juárez. No lo sostuvo porque le fue imposible: la designación del Procurador requería la anuencia del Presidente de la República, y Fox no estaba dispuesto a otorgarla pues sabía de los abusos de Del Villar, entre los cuales estaban el encarcelamiento de personas inocentes inculpadas por el homicidio de Paco Stanley con base en el testimonio inducido de un preso al que después se amenazó para que no se retractara, la persecución penal de jueces y magistrados cuyas resoluciones desagradaron al Procurador, y la designación de delincuentes (sí, individuos que habían sido condenados incluso por delitos tan graves como el secuestro) en altos cargos de la Procuraduría.
Ya en el ejercicio de la jefatura de gobierno, Andrés Manuel López Obrador ocultó información de interés público, tal como la relativa a los precios y los proveedores de los segundos pisos o la nómina de pago a los mayores de 70 años. Para no tener que proporcionarla boicoteó la instauración de un organismo autónomo negándose a otorgarle oficinas y presupuesto, disolviendo el consejo designado y creando otro del que se excluyó arbitrariamente a la más incómoda de las consejeras —por su autonomía y su honestidad—, María Elena Pérez Jaén, (que ya acudió a la Suprema Corte buscando que se revierta el atropello).
Andrés Manuel López Obrador mostró un absoluto desprecio por la ley y por las resoluciones judiciales. Entre la justicia y la ley, expresó varias veces, había que optar por la justicia. “Ley que no es justa no sirve... Una ley que no imparte justicia no tiene sentido... La Corte no puede estar por encima de la soberanía del pueblo... La jurisprudencia tiene que ver, precisamente, con el sentimiento popular”, predicó.
El problema con esa concepción es, por una parte, que el pueblo —las masas, la mayoría— no siempre tiene razón ni todo lo que pide o exige es indiscutible: ¿qué sucedería si la mayoría se manifestara, por ejemplo, contra la libertad de expresión, a favor de la pena de muerte o a favor de la justicia colectiva por propia mano?
Por otra parte, surge la pregunta de quién descifra la voluntad popular y quién decide lo que es justo. En los hechos, lo decide quien detenta el poder. “¿Y quién interpreta el divino poder de la ‘soberanía popular’? El líder social que se autodesignaba ‘el rayo de esperanza’: López Obrador”, escribió Enrique Krauze (El mesías tropical, en Letras libres, junio de 2006).
Cuando las resoluciones judiciales fueron desfavorables a su gobierno y le provocaron especial molestia, el entonces Jefe de Gobierno no paró mientes en calumniar a los juzgadores acusándolos de corruptos sin presentar la denuncia o las pruebas correspondientes. Lo peor fue que, al desacatar suspensiones provisionales ordenadas por jueces de distrito, debilitó al amparo, instrumento jurídico de los gobernados para defenderse de los abusos de los gobernantes. Recordemos que, después de su desafuero, si se detuvo la acción penal en su contra no fue porque su conducta no estuviera tipificada como delito sino porque no quedaba claro, por una laguna legislativa, qué sanción correspondía a esa conducta. De ahí en adelante cualquier servidor público puede violar la suspensión provisional concedida en amparo a sabiendas de que quedará impune su trasgresión. El daño causado al Estado de Derecho ha sido enorme.
Lo aquí señalado es grave; pero me falta referirme al capítulo más funesto y vergonzoso: Tláhuac. Como se me acabó el espacio, será la próxima semana.
ldelabarreda@icesi.org.mx
23 de junio de 2006
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