Denise Maerker
Excélsior - Atando cabos
29-06-06
Yo no voy a votar por el menos malo –me dijo airado un amigo del equipo de Excélsior–, por eso voy a anular mi voto". Fue hace ya algunas semanas. En los últimos días he vuelto a escuchar este argumento. Digamos que está de moda entre ciertos círculos. Y tiene una posible explicación: el encono provocado por las campañas es muy grande y la sociedad está muy enfrentada. Decir que se va a anular el voto es una buena estrategia para los que no quieren pelearse con nadie cuando hay que contestar la inevitable pregunta de: ¿Tú por quién vas a votar?
Pero ojalá se quede sólo en eso, en una estrategia social y llegado el domingo 2 de julio todos vayamos a las urnas con un voto decidido, por difícil que haya sido optar por uno de los contendientes.
Y es que la decisión de anular el voto tiene varias implicaciones. La primera es que quien lo hace acepta el método democrático para elegir a los gobernantes pero manifiesta que estos candidatos y estos partidos concretamente no ofrecen alternativas aceptables. En ese sentido poco falta para que quienes defienden este voto agreguen que la democracia mexicana no los merece. Son los que aspiran a no sé qué ideal democrático en el que los candidatos sean unos más atractivos que los otros. ¡Todos son un asco!, es la exclamación favorita de estos exquisitos.
Francamente no sé en qué democracia estén pensando. Yo nunca he participado como ciudadana o seguido como periodista una elección en la que las opciones sean calificadas como excelentes y maravillosas. Eso no existe. Ni aquí ni en ningún país. Recuerdo, eso sí, elecciones dificilísimas como a la que se enfrentaron los venezolanos en 1998 y dónde tenían que elegir entre un militar golpista como Hugo Chávez y una ex miss Universo llamada Irene Sáez. ¡Esa sí era una decisión difícil! En ese caso, y en otros muchos, el voto en blanco es una forma legítima de protesta por las condiciones de la competencia o por la calidad de los contendientes. No veo razón alguna para aplicarlo al caso de México hoy en día.
Incluso respecto de nuestro propio pasado, los candidatos que hoy tienen posibilidades de ganar el domingo, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, son igual o mejores que sus antecesores. ¿O acaso vamos a idealizar ahora a Diego Fernández de Cevallos, a Francisco Labastida, a Cuauhtémoc Cárdenas o a Vicente Fox?
Los criterios para definir el voto son múltiples. Hay para quienes el voto no es un problema: ahí están los que se enamoran de los candidatos, los fans y los militantes que participan en la vida política a través de organizaciones y partidos, esos nunca tienen dudas. Para los demás el voto es más difícil, pero tenemos elementos suficientes para tomar una decisión. Este 2 de julio se enfrentan en nuestro país dos opciones diferentes y con distintas posibilidades reales de sacar adelante su proyecto. Conocemos las opciones y mucho se ha analizado sobre quién tiene mayores posibilidades de efectivamente poner en práctica sus planteamientos. Por eso todos tenemos que ir a votar y asumir la responsabilidad de optar.
Mientras escribo esto, me retumba en la cabeza la crítica de mi amigo John Scott, economista del CIDE, con quien desde hace años sostengo apasionadas discusiones. Antes de cada elección y no sin un dejo de burla, me recuerda que ir a votar es totalmente irracional. –Tu voto nunca va a hacer la diferencia –me insiste– porque las elecciones nunca se deciden por un voto; si te quedas en tu casa el resultado va a ser exactamente el mismo. En estricto sentido y desde el punto de vista del individuo tiene razón. Así explican los economistas y los sociólogos las dificultades de la acción colectiva. Lo más rentable para un individuo, en el caso de una huelga por ejemplo, es dejar que sean los otros los que paguen los costos de organizarse y esperar tranquilamente el fruto, si lo hay, del trabajo de los demás. Sin embargo, votar es mucho más que eso. No es un asunto de rentabilidad. No salimos ese domingo únicamente para que el candidato que nos gusta gane, sino para refrendar simbólicamente que pertenecemos a este conglomerado llamado México y que asumimos conjuntamente la responsabilidad de decidir quién nos va a gobernar.
Por eso me molesta el voto en blanco. Quienes lo defienden cumplen con el rito de pertenecer pero eluden la responsabilidad de optar como los demás bajo el argumento de que las ofertas son muy malas.
No es así. Aunque las campañas nos hayan agotado y los veamos a todos deslavados y manchados estamos hablando de dos hombres, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, que son políticos profesionales y que conocen las dificultades de gobernar México hoy. Y si no caemos en las posiciones más militantes es imposible no reconocerles a ambos su honestidad individual y su entrega a la política. Estoy convencida de que ninguno de los dos representa una desgracia ni un peligro para el país. Caminos y posibilidades distintas, eso sí, pero hasta ahí.
Por eso no hay que dudar, salgamos el domingo, refrendemos que somos parte de este grupo y optemos con responsabilidad.
denise.maerker@nuevoexcelsior.com.mx
29 de junio de 2006
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