Denise Dresser
Proceso No. 1545
11.06.06
Dos candidatos, dos Méxicos. Dos punteros, dos países. Con la mirada puesta en destinos diferentes, con la ruta trazada hacia horizontes distintos. Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador en un empate que revela la profundidad de las divisiones y el contraste de las visiones. Cada uno hablándole a su base dura con la esperanza de sacarla a las urnas. Cada uno dirigiéndose a su pedazo del país sin apelar a quienes no forman parte de él. Y por eso no hay un ganador claro del debate. Por eso no hay una alteración importante de las preferencias. Cada uno muestra sus límites y por qué no logra trascenderlos.
Calderón hace todo lo que le han dicho que tiene que hacer para ganar. El war room y los asesores extranjeros y la campaña negativa y los grupos de enfoque y las promesas de empleo. Manda mensajes y mide su impacto; practica para el debate y sigue las instrucciones sobre cómo comportarse durante él. Se vuelve cada vez más un político profesional: disciplinado, entrenado, golpeador. Le han enfatizado que debe hacer una campaña de contrastes y a eso se aboca. A subrayar por qué él no es Andrés Manuel López Obrador. A prometer una "mano firme" y a empuñarla. A ofrecer continuidad a quienes se beneficiarían de ella. Calderón se erige en el candidato de la estabilidad, la sensatez, el gradualismo reconfortante.
Y así intenta presentarse a lo largo del debate. Como la preferencia natural de aquellos para los cuales el país -tal y como está- funciona. La opción de los beneficiarios de un foxismo que no ha hecho cosas muy buenas pero tampoco demasiado malas. La opción de los que miden la presidencia de Vicente Fox con la vara del pasado, y la aplauden en función de sus éxitos negativos. Porque no asesinó estudiantes, porque no tiene un hermano incómodo en la cárcel, porque no ha provocado una debacle económica. Porque su sexenio no ha desembocado aún en los desastres que provocaron sus predecesores. Calderón ha optado por pararse debajo de la sombra de un presidente apoyado por todo lo que no hizo.
Y es un lugar incómodo, ya que se nutre de la popularidad, no de la eficacia. Por ello, Calderón intenta -una y otra vez- presentar largas listas de propuestas. Propuestas para unificar policías y promover juicios orales y asegurar un gobierno de coalición y generar certeza. Propuestas para reducir el financiamiento a los partidos y encoger la Cámara de Diputados y hacerla más eficaz. Propuestas para trascender la parálisis que los panistas no pudieron evitar. Propuestas para hacer todo lo que Fox no hizo. Un proyecto coherente que requerirá un liderazgo vehemente. Con la capacidad de convencer a las mayorías escépticas y domesticar a las minorías recalcitrantes. Con la capacidad para provocar una diáspora legislativa dentro del PRI y aprovecharse de ella. Liderazgo que el hijo obediente, a lo largo de su carrera política, aún no ha logrado mostrar.
Aunado al reto de la eficacia se suma el de la cobertura. Porque ese México -urbano, clasemediero, conservador- con el cual conecta Calderón quizá no sea suficiente para ganar. Porque esa porción del país que tiene miedo quizá no provea los votos suficientes para triunfar. Aunque el PAN no quiera reconocerlo, hay muchos mexicanos para los cuales las instituciones no funcionan, el "estado de derecho" no existe, el gobierno no responde. Esos ven a Felipe Calderón y no se reconocen en él. Y él no les habla. No lo ha hecho a lo largo de la campaña y no lo hizo durante el debate. Calderón sigue pensando que puede ganar sembrando el miedo a su adversario, en vez de reconocer las causas que explican su existencia. México es un país con una pobreza profunda, con una desigualdad desgarradora, donde millones -no miles- viven con reclamos legítimos. Basta con abrir los ojos y salir a la calle y mirar la realidad de frente. Calderón no lo hace y se nota. Por eso ofrece una candidatura sólo para quienes viven y piensan como él.
Paradójicamente, a Andrés Manuel López Obrador le pasa algo similar. El proyecto de nación que propone es igualmente excluyente, igualmente monocromático. El país que quiere gobernar donde sólo hay cabida para los pobres. El candidato que -a lo largo del debate- no dice jamás qué hará por las clases medias y cómo fomentará su expansión. El candidato que ofrece aliviar la pobreza pero no piensa en crear riqueza. El líder social que no sabe cómo ser político profesional. Que no entiende la necesidad de deslizarse hacia el centro del espectro político y liderar a una izquierda moderna desde allí. Que no comprende que precisamente eso llevó al poder a Tony Blair y a Ricardo Lagos y a Felipe González y a José Luis Rodríguez Zapatero. La transformación del agravio histórico en la propuesta práctica. La reinvención del resentimiento que se vuelve planteamiento. El combate a la desigualdad junto con medidas para asegurar la prosperidad. Una tercera vía que navega entre la derecha intolerante y la izquierda recalcitrante.
Pero Andrés Manuel López Obrador no quiere o no puede pensar de esa manera. Insiste en hacer historia cuando debería hacer política. Insiste en hablar del proyecto alternativo de nación pero no logra articular propuestas creíbles y viables para alcanzarlo. Insiste en hablar de los de abajo, alienar a los de arriba, ignorar a los de en medio. Entiende las causas de los problemas pero no sugiere qué hará para resolverlos de fondo. Cree que bastará con combatir la corrupción, penalizar los privilegios, eliminar las influencias, darle la mano al que se quedó rezagado, sentar al pueblo a la mesa y, con su ayuda, construir segundos pisos por todo el país. Un proyecto para México demasiado pequeño para el tamaño del liderazgo que AMLO -en ocasiones- ha sabido demostrar.
Ese liderazgo basado en la convicción, en la autenticidad, en eso intangible que mueve a las personas a apoyar a un hombre y creer en él. Esas cualidades que López Obrador posee pero no ha puesto al servicio de mejores ideas. De mejores propuestas. De mejores promesas. AMLO llegó al debate convencido de la justicia de su causa, creyendo que eso bastaría para ganarlo, pero no fue así.
Porque, sin entenderlo, tiene razón: el pueblo ya es mayor de edad. Muchos de sus miembros esperan un candidato que merece ser apoyado por sus ideas, no sólo por sus convicciones. Buscan autoridad moral pero también capacidad política. Una visión práctica. Una oferta para gobernar, no para refundar.
Y sí, después del debate López Obrador parece menos peligroso, menos incendiario. Pero también parece más pequeño. Más arrinconado. Más deslucido. Como si sus propuestas se hubieran encogido a la luz de los reflectores. Como si sus ideas sobre México expusieran que sólo tiene ganas de gobernar para una parte de él. AMLO está atorado en el mismo discurso que lleva meses pronunciando, el cual ya se oye desgastado. Cansado. Reiterativo. Atado -al igual que Calderón- a sólo un pedazo del país; a 35-36% del electorado que hoy lo apoya. Sin comprender que tanto para ganar como para gobernar eficazmente tendrá que convencer a los ambivalentes, a los independientes, a los indecisos. A los que no se sienten representados por una izquierda que mira al pasado e incorpora en sus filas a sus peores protagonistas.
AMLO tiene razón: ya le toca al pueblo de México. Pero a todos los que forman parte de él. A quienes creen en la intervención del Estado y a quienes le apuestan a las fuerzas del mercado; a quienes todavía creen en la retórica de la Revolución y a quienes piensan que es necesario remontarla; a quienes tienen pasaporte y a quienes nunca han viajado fuera del país; a quienes creen en la legalidad y a quienes hoy sólo aspiran a ella; a quienes quieren más de lo mismo y a quienes buscan lo contrario. El México de los pobres y el México de los ricos. El país de los pacíficos y el de los enojados. El lugar de los que exigen mano firme y el de los que quieren mano dadivosa.
Para ganar habrá que entender las preocupaciones de ambos. Pero los dos punteros parecen no entenderlo así y por ello ambos han llegado a sus límites. Tanto Felipe Calderón como Andrés Manuel López Obrador están atrapados por el modelo que los llevó a estar donde están. Empatados. Estancados. Incapaces de conseguir el apoyo adicional que necesitarían para remontar en las encuestas y entre los electores. Haciendo campaña sólo para la parte de México que se les parece. Ignorando a los votantes centristas que no habitan los extremos del país. Ambos, protagonistas de un desesperante diálogo de sordos.
12 de junio de 2006
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