Rossana Fuentes-Berain
El Universal
06 de septiembre de 2006
¡Fue una eternidad lo que duró el proceso electoral concluido esta semana! Nueve domingos desde ese 2 de julio en el que sufragamos muchos sin saber que estas se iban a tornar en unas elecciones amargas de las que bien haríamos en derivar algunas lecciones, sobre todo ahora que se acerca el quinto aniversario de los ataques del 11 de septiembre.
La discusión inicial pasará por definir si los mexicanos queremos una democracia tutelada o una democracia liberal. Esto es el fondo del asunto cuando alguien se queja del peso de los medios, del mensajero, respecto a la política. La pregunta básica es si las autoridades electorales, a cualquier nivel, deben decir quién dice qué y cuánto puede pagar por decirlo; o sea, si se nos tutela el debate o si por el contrario se deja a las fuerzas del mercado el promover una opción electoral.
¿Qué observador del juego de democracia liberal se sorprende de que el gran capital apoye al candidato A mientras los sindicatos progresistas y otros grupos civiles apoyan al candidato B?
Es verdad que el componente mediático de las campañas no promueve la revisión a fondo de temas nacionales importantes; en spots de 30 segundos se apela a la emoción, no a la razón. Puede ser distinto. Pero para ello, en todo caso hay que cambiar las reglas del juego y hacer que todos los actores las acepten y las cumplan.
También hay que saber que las elecciones controvertidas no son privativas de nuestra democracia en construcción; ahí están Estados Unidos, Alemania, Italia y Costa Rica, para mencionar sólo algunos.
Con ellos compartimos una tendencia perniciosa a ver los resultados como los de dos personalidades políticas confrontándose. Esto, señala atinadamente el politólogo italiano Michelangelo Bovero, reduce el pluralismo, que define a toda sociedad, a un dualismo político propio de las elecciones controvertidas "que hace crecer la distancia entre el sistema político y la sociedad civil".
Aquí no hay blanco y negro, buenos y malos, derecha e izquierda sin apellido; hay muchos adjetivos que acompañan a la geografía política y muchos grises en la paleta.
Urge una autocrítica de los llamados "líderes", respecto a su estrategia para polarizar a la sociedad. Los errores propios siempre son más difíciles de asumir que la búsqueda de responsabilizar a las acciones del otro de nuestras fallas. Los extremos florecen en la visión dicotómica de la política y ahogan al tercer espacio, ese en el que no se logran ver las virtudes democráticas del compromiso, y la negociación de acuerdos se equipara con la pérdida de principios.
Es clarísimo que la lección que la ciudadanía mexicana dio a la clase política fue no otorgar con su voto mayoría a ninguna de las múltiples fuerzas, que hoy al "pueblo" no lo representa uno solo, que lo que se tiene es una conjunción de proyectos que tendrán que buscar acuerdos con un fin supremo: el desarrollo incluyente de México.
Un desarrollo complejo en sí mismo pero al que se suma además el reto de lograrlo en un entorno internacional crecientemente competitivo y cambiante.
No es exagerado decir que el 11 de septiembre de 2001 el mundo cambió. El ataque terrorista en Estados Unidos modificó el contexto internacional de los albores del siglo XXI.
Para todos hay nuevas reglas; para México, vecino del imperio que no quiere definirse como tal, debería ser mucho más obvio. La seguridad ha vuelto a ser un eje rector en las relaciones internacionales. El éxito a medias de la guerra en Afganistán y el fracaso total en Irak, sumados a una continuada sensación de vulnerabilidad de la ciudadanía estadounidense, están definiendo el prisma con el que se observa al mundo desde Washington.
¡Qué nos importa! -dirán muchos-, allá ellos y su modelo económico y su adicción al petróleo, ¡es su problema!, y el nuestro, añado... el nuestro también. Porque por más que estemos inmersos en nuestra dinámica interna es, absurdo pensar que México estará al margen de los acontecimientos internacionales.
Es un lujo que no podemos ni debemos darnos. La lección de que nuestros jaloneos internos tienen consecuencias internacionales que pueden ser adversas está ahí: existe ya una advertencia en contra de viajar a Oaxaca por parte no sólo del Departamento de Estado en el país del norte, sino de varios países europeos.
¿Qué pasará con la economía de la segunda entidad más pobre del país, el laboratorio de estas elecciones amargas, si esa advertencia se prolonga indefinidamente? ¿Alguien gana con eso? Desde luego, no los oaxaqueños.
Periodista e investigadora del ITAM
6 de septiembre de 2006
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