Carlos Humberto Toledo*
Milenio
01/09/2006
Los plazos se acortan. El movimiento de López Obrador quiere estallar una revolución. Frente a esa perspectiva, el Estado se va quedando sin opciones: si se usa la fuerza pública, la coalición Por el Bien de Todos no podrá reclamar para sí el papel de víctima.
La ruta de colisión ¿es ya inevitable? Los equilibrios están hoy ¿a punto de rompimiento? La seguridad nacional mexicana ¿sabrá aliviar el trance? Veamos:
Los movimientos sociales de protesta de carácter pacífico, para que continúen siendo considerados así, tienen una clara limitante: la estricta observancia de la ley. Al preciso instante de poner en práctica la decisión de abandonar las fronteras del marco legal, en cualquiera de sus formas, sus actividades los sitúan en automático en terrenos francamente identificables como actos de clara provocación contra los intereses de las estructuras políticas establecidas.
De esta manera, lo que en un inicio pretendían ser únicamente muestras no violentas de descontento, al abandonar la tesis de la no confrontación y sistemáticamente oponerse a las determinaciones de las instituciones públicas, a pesar de que aquéllas están fundadas en derecho, en sí mismo convierte a este proceder en una expresa renuncia a solucionar el origen y núcleo del conflicto mediante el uso de los medios y sistemas creados ex profeso.
Qué pretendería con ello el grupo inconforme. ¿Activar de facto el ejercicio al llamado derecho a la revolución? ¿Romper, ante su abierto rechazo a sujetarse a un Estado de Derecho, con las estructuras que rigen las normas generales de convivencia pacífica que ordenan a una nación? ¿Mudarse a la clandestinidad subversiva?
Nuestra Constitución Política (Título Segundo, Capítulo I, “De la Soberanía Nacional y de la forma de Gobierno”) señala al respecto en el artículo 39: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene todo el tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
Surgen preguntas obligadas: ¿Está la coalición Por el Bien de Todos comprendida en este precepto? ¿Son sus integrantes “el pueblo” al que alude la Carta Magna en el artículo 39? ¿Justifica la Constitución su presente accionar?
El espíritu del Constituyente, al instituir el inalienable derecho arriba citado, tuvo por motivación cumplimentar la necesidad de todo un pueblo. O, al menos, la mayoría. Pero definitivamente no a una fracción minoritaria de éste. Mucho menos el de motivar la toma de las vías de hecho violentas para efectuar un cambio, considerado por los inconformes imprescindible, en sus instituciones políticas y formas de gobierno.
El mismo pacto federal señala el camino que para tal caso debe seguirse.
El artículo 41, complementando al 39, advierte con precisión que el pueblo podrá cumplir sus propósitos ejerciendo su soberanía por medio de los Poderes de la Unión y de los estados en lo que toca a los regímenes interiores, sin la posibilidad de por ello contravenir lo dispuesto por este ordenamiento.
En otras palabras, el acceso al cambio es bienvenido por la Constitución Política Mexicana siempre y cuando se persevere en la ruta de la legalidad como único medio para su logro.
Esta particularidad, ante la que hoy parece ser una muy posible y no lejana definitoria por parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (validando la elección y procediendo a declarar presidente electo a Felipe Calderón), convertiría las actuales conductas de la coalición en un abierto desafío, que la centraría a sólo centímetros de caer en una clara ilegalidad.
De persistir en este proceder, una vez agotadas las instancias legales, el guante que invitando a duelo Andrés Manuel López Obrador arroja repetidamente, no puede quedarse tirado.
Quedaría entonces la obligación de levantarlo. Y no sería otro sino el Estado mexicano el indicado para hacerlo. Omitir esta responsabilidad, que no opción, comprometería gravemente, corrompiéndolo, el presente y futuro desarrollo histórico de un proceso democrático en el que, del universo de sufragantes en 2006, aproximadamente 62.5 por ciento no eligió a López Obrador como su próximo Presidente.
La seguridad nacional
Es en este punto en el que la seguridad nacional entra en juego. Un movimiento social presuntamente pacífico, que en los hechos no lo es, escala por lo general en revuelta. Y su propósito inmediato es el de ascender a revolución.
Nada fácil esto último. Para ello requeriría de dos condicionantes:
1) Una masiva base popular activa y actuante; y
2) Un reconocimiento social de apoyo claramente mayoritario.
Con esas dos condiciones, triunfa y toma el poder. Sin ellas, fracasa y pasa al recuerdo.
La coalición Por el Bien de Todos es una minoría. Punto. Su errático accionar estratégico ha dilapidado capital político y un considerable número de sus seguidores ha perdido ya el encanto ante la presencia de López Obrador. Pero es innegable que donde sí ha ganado es en la determinación que sus incondicionales muestran a su líder. Con lo que tienen ¿para qué les alcanza?
Si la seguridad nacional es la obligación por parte del Estado para crear, preservar, fortalecer y custodiar todos aquellos valores que dan origen y razón de ser a una nación, los lopezobradoristas (López Obrador primero) habrán de estar concientes que, una vez resuelta la elección por el Tribunal en favor de Felipe Calderón, el accionar del Estado habrá de ser radicalmente opuesto a lo que hasta hoy ha sido.
La obligación entonces, directa e inmediata, del Estado mexicano será la de cumplir y hacer cumplir la ley protegiendo y haciendo válido ese valor llamado democracia.
Si la fuerza pública es exigida como medio último y recurso final para hacer prevalecer la voluntad mayoritariamente popular, los mandos de la coalición deberán, quieran o no, aceptar su responsabilidad histórica por ello.
Inducir amañadamente manipulaciones que pretendan confundir o crear falsas analogías con hechos sucedidos en “68” o “71” carecería para este caso de todo valor. Los actores principales de la coalición, con sus determinaciones, habrán de ser responsables únicos de lo que esta respuesta provoque.
Sin embargo, el uso de la fuerza pública es un tema altamente delicado. Nadie, en su sano juicio, se alegra ante la llegada del garrote, la sangre y el fuego. Pero lo que es inadmisible es convertir a la fuerza pública en debilidad pública. El hacerlo solamente consigue que los peligros consuetudinarios que enfrenta el orden público (y aquellos que por esta circunstancia resultaran supervenientes) fácilmente encuentren terreno propicio para su cultivo en gran escala, favoreciendo con ello la conducente explosiva agresión social.
Si Andrés Manuel López Obrador en su dislocada pretensión por ser presidente de México continúa virando el timón de su nave hacia los puntos que, de acuerdo con él, le concedan vigencia a su propósito, a pesar de ser la ruta elegida de clara colisión, lo único que conseguirá será acortar la validez y subsistencia de una cada vez más debilitada coalición Por el Bien de Todos. Porque si el Estado, por mandato de ley, es compelido para accionar, queda sin opciones. Y ese camino cierra en línea recta.
* Profesor e investigador en temas de seguridaridad nacional en México, Estados Unidos e instituciones militares
4 de septiembre de 2006
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