Jorge Alcocer V.
Reforma
1 de Agosto del 2006
Si algo nos deja el ajetreado fin de semana es el conocimiento de las posiciones que han decidido adoptar los dos candidatos protagonistas del debate postelectoral.
De un lado, López Obrador tomó la riesgosa apuesta de escalar el conflicto recurriendo al bloqueo de la avenida Paseo de la Reforma y otras que conducen al Zócalo, en donde ha decidido quedarse en plantón. La inmensa mayoría de los aguerridos manifestantes que el domingo aprobaron a voz de cuello y por unanimidad la propuesta de permanecer en el Zócalo hasta que el Tribunal Electoral decida el conteo voto por voto, ayer mismo retornaron a sus lugares de origen o a sus domicilios. Una cosa es corear lo que el líder propone y otra muy diferente quedarse a la intemperie arriesgando trabajo y familia.
Al dar el paso de la radicalización, López Obrador ha colocado su movimiento en un callejón que podría no tener salida. Además del riesgo de perder el apoyo que decenas de miles de capitalinos le han expresado, el asunto de fondo es que pasa a depender del reducido grupo de radicales, dispuestos a todo, que una vez puestos en movimiento resultan imposibles de parar. Recordemos la triste historia de la última huelga del CGH en la UNAM, en la que el PRD jugó con fuego y al final quedó chamuscado.
Cuando los radicales toman la batuta lo que provocan es un efecto de cascada, en la que empieza la competencia por hacerse presente en el ánimo del líder siendo más radical que los radicales. Ahí está, como botón de muestra, la propuesta de Ricardo Monreal en el sentido de que ninguno de los candidatos perredistas electos el 2 de julio pasado acepte rendir protesta de su cargo.
Del otro lado tuvimos la comparecencia directa de Felipe Calderón ante los magistrados de la Sala Superior en la que después de exponer las razones que lo llevan a no admitir el acuerdo propuesto por su contrincante para respaldar el conteo voto por voto, expresó, sin lugar a duda, su compromiso de respetar la decisión que al respecto adopte el Tribunal. La postura de Calderón es congruente con lo que una y otra vez, después del 2 de julio, ha declarado al respecto: no corresponde a dos candidatos presidenciales dictar al Tribunal Electoral lo que debe hacer -o dejar de hacer- para cumplir con la tarea que la Constitución y las leyes le encomiendan.
Habrá quienes piensen que con esa actitud Calderón deja a los magistrados de la Sala Superior a merced de la presión ejercida por López Obrador y sus radicales. De mi parte considero que aceptar el chantaje del radicalismo perredista provocaría una mayor presión contra las decisiones del Tribunal, además de que nada garantiza que las mismas serán respetadas por quienes ya anticipan la andanada de vituperios en contra de los siete magistrados.
Lo que está en juego es la vigencia de las leyes e instituciones que entre todos nos hemos dado para encauzar y dirimir los conflictos postelectorales. Regresar a la etapa en donde el acuerdo entre los partidos y el gobierno sustituía la precariedad institucional sería quitar el piso a todo lo construido en materia electoral de 1991 a la fecha. Quienes argumentan que por encima de las leyes está encauzar “políticamente” el conflicto planteado por López Obrador olvidan que las soluciones de ese tipo, adoptadas en el pasado, fueron el motivo para establecer un sistema de solución de conflictos postelectorales apegado a la ley y no al acuerdo entre las partes. Más nos vale perseverar en el esfuerzo y, armados con la paciencia de Job, aguardar lo que el Tribunal Electoral decida.
Es previsible que esta misma semana los magistrados de la Sala Superior empezarán a tomar decisiones sobre los recursos presentados por la coalición Por el Bien de Todos, en especial respecto a la demanda del recuento voto por voto en la totalidad de las casillas. Aunque las decisiones que han venido tomando las salas regionales del propio Tribunal, rechazando la misma demanda en los casos de elecciones de diputados y senadores, no vinculan a los magistrados de la Sala Superior, extraño resultaría que estos últimos enmienden la plana a sus colegas y decidan que procede para la elección presidencial. Sin descartar ningún escenario lo que cabe desear es congruencia en las decisiones y firmeza ante las presiones.
No se trata de extenderles un cheque en blanco, sino de entender el dilema que enfrentan los magistrados de la Sala Superior: actuar bajo presión, sabiendo que ésta se mantendrá en todo lo alto a menos que den la razón a López Obrador, o resolver las impugnaciones con estricto apego a la ley, teniendo a la vista las pruebas de que disponen.
Invocar la legalidad y el respeto a las instituciones electorales no es un formalismo ante la escalada del conflicto, precisamente por ese hecho la única forma de acallar a los radicales y dejar abierta la puerta al diálogo es con la ley en la mano.
3 de agosto de 2006
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