María Amparo Casar
Reforma
14 de Agosto del 2006
Hay malas noticias para los que creíamos que la democracia, al menos en su sentido más restrictivo, había sentado sus reales en México. Nuestra creencia no estaba basada en la ingenuidad o el optimismo. Teníamos señales claras de que la democracia iba por buen camino y no habría por qué temer su involución. Creíamos que al menos por parte de los partidos -de aquellas fuerzas políticas que se habían decidido por la institucionalidad y la legalidad- había quedado conjurada la posibilidad de un desafío a las instituciones democráticas, en particular al IFE y al Tribunal. Creíamos que los candados impuestos por una legislación que ponía en manos de autoridades autónomas y de los ciudadanos el proceso electoral evitarían la posibilidad de que se argumentara la existencia de un fraude maquinado.
Al iniciar la década de los noventa, y espoleados por el fraude de 1988, veíamos la construcción de la democracia electoral como un objetivo alcanzable en el corto plazo. La oposición, impedida de la posibilidad de gobernar, no por la negativa de los ciudadanos a otorgársela, sino por la ausencia de elecciones justas libres y equitativas, unió fuerzas para ir modificando la legislación electoral y acceder al poder.
La reforma de 1996, aprobada por todos los partidos políticos sin excepción, permitió que en 1997 se hablara por primera vez en México de elecciones verdaderamente justas, fiables y transparentes. Se demostró que con juego limpio, ofertas distintas, equidad en la contienda e instituciones autónomas, la oposición podía crecer hasta ser mayoría. Así fue. Inició entonces una era de gobiernos divididos.
En el 2000 veíamos la posibilidad de la alternancia por la vía electoral como un objetivo alcanzable que dependía, únicamente, de los electores. Así fue. Las dudas de que el PRI quisiera aferrarse al poder por encima de la voluntad de los votantes y de la decisión de las autoridades electorales quedó despejada la misma noche de la elección.
En 2003 hablamos de la tercera elección federal verdaderamente democrática y de un voto de castigo al partido en el poder por no haber cumplido con las expectativas generadas. Así fue. El PAN perdió 50 asientos en la Cámara de Diputados.
Los mismos signos democratizadores ocurrían a nivel local. Estados y municipios cambiaron o refrendaron al partido en el poder en condiciones cada vez de mayor libertad, equidad, certeza y transparencia. La mayoría de las elecciones transcurrió en calma y los resultados fueron aceptados en primera instancia por los derrotados en la contienda. Pero en muchas de ellas hubo denuncias, recursos de revisión, impugnaciones y juicios de inconformidad. En muchas de ellas las distintas fuerzas políticas derrotadas pidieron revisión de actas, apertura de urnas, recuento de votos, anulación de casillas e incluso la anulación en su totalidad de más de un proceso electoral. Las inconformidades fueron procesadas por las vías previstas confirmando el resultado en algunos casos y revirtiéndolo en otros.
En todas estas elecciones hubo una constante. Los partidos y candidatos que suponían y alegaban haber ganado pelearon por la vía legal el resultado que creían les favorecía pero al final reconocieron y acataron, de buen o mal grado, las resoluciones que dictaron, según fuera el caso, los tribunales electorales estatales o el federal.
Detrás de este reconocimiento había una conducta democrática que creíamos asentada, firme, invariable por parte de todos los partidos y candidatos. Una determinación a regirse en las buenas -cuando se gana- y en las malas -cuando se pierde- por la voluntad de los electores y las disposiciones que marca la ley. Una disposición a reconocer que la última palabra la tienen los tribunales.
López Obrador está acabando con esta tradición. De ese tamaño es su responsabilidad.
Las experiencias electorales de la última década -no la ingenuidad ni el optimismo- fueron las que nos alentaron a creer en el afianzamiento de la democracia: en la estabilidad, previsibilidad y certidumbre que ella ofrece.
De pronto, las certezas que debe brindar la democracia desaparecen porque un candidato que aceptó jugar con las reglas del juego y someterse a sus resultados decidió no hacerlo. Porque un candidato que no ha podido demostrar el fraude se resiste a aceptar un resultado que hasta el momento no le favorece. Porque un candidato decidió emprender una lucha que ya traspasó las fronteras de la legalidad y de la institucionalidad. Porque un candidato exige: "...tienen que reconocer que nosotros ganamos la elección".
No se sabe si el comportamiento de un actor político dispuesto a atentar contra las instituciones sea suficiente para hacerlas tambalear. Lo que sí se sabe es que su conducta y actitud no son las de un demócrata. Lo que sí se confirma es que todavía hay quienes están dispuestos a violar las reglas del juego democrático.
14 de agosto de 2006
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