Yuriria Sierra
Excélsior - Nudo Gordiano
18-08-06
Hace muchos años, mi loquero me dijo que, cuando uno se enamoraba, en realidad no lo hacía de una sola persona, sino de dos. Del destinatario(a) de nuestro amor y nuestro deseo, pero también de uno mismo en calidad de enamorado. Me enamoro de ti por lo que me representas (eres una de mis personas favoritas, tan inteligente, me encanta tu risa, etcétera), pero también me enamoro de mí en estado enamorado: me gusto más (me vuelvo generosa, me permito ser cursi, me río más, me pongo traviesa). El enamoramiento es, pues, un juego de espejos en el que te deseo a ti, sí, pero también "deseo mi deseo" (Roland Barthes dixit). Me enamoro de ti porque eres capaz de sorprenderme al devolverme una nueva imagen de mí misma. Un "yo" que es otro y el mismo: un "yo" que resucita, pero es enteramente nuevo. Me enamoro de ti y de todo lo bueno y sorprendente de mí que sólo tú logras revelarme en el espejo que eres.
El espejo político-social. No hace falta ser Freud para entender que en nuestras relaciones con nuestro entorno comunitario pasa algo similar: éste nos gusta cuando nos gusta el "yo" que ahí florece y en él se expresa de manera creativa, constructiva, armónica. Si, al contrario, estoy a la mitad de una disonancia del "yo" respecto de los demás seres humanos, obviamente, la culpa nunca será mía (¡cuánta responsabilidad implicaría eso!): será de los demás. Así es como nacen los prejuicios. Te odio porque en realidad transfiero algún odio que siento hacia mí mismo, mas soy incapaz de confesármelo al espejo. Pero el espejo es inclemente: mientras más te culpo, menos en paz estoy con ese "yo" que sólo sabe odiar y distanciarse de su humanidad. Y entonces te odio aún más. Y es cuento de (casi) nunca acabar: de ahí las guerras, las revoluciones, las tiranías. Si te gano, entonces reafirmo mi prejuicio (y, por lo tanto, creo librarme de mi propio juicio).
Mexico (espejo enterrado o casa de espejos). Los mexicanos somos expertos en evitar a toda costa la autocrítica. Maestros de la simulación y la tenebra, nuestros prejuicios no necesitaban ni siquiera ser nombrados. Todos espejos enterrados en los sótanos de la que un día fue "la dictadura perfecta". Práctica enterrada hasta en las familias: no había necesidad de que nadie verbalizara sus miedos. De ahí nuestro afán por el doble discurso. Pero, ¡oh, sorpresa!, la democracia nos pone inevitablemente frente a nuestra propia imagen reflejada en las urnas, la televisión, los tribunales. La democracia parece enloquecernos por una simple y sencilla razón: no es un espejo enterrado, es una casa de espejos. Y todos los reflejos me devuelven una imagen distorsionada de mí mismo: "Yo, mexicano". ¿Cuál de todos esos soy? En 2000 estábamos enamorados de la democracia, porque nos gustó nuestra propia imagen reflejada en todos los partidos y todas las instituciones: civilizados, demócratas, respetuosos, libres. En 2006, cada espejo de esta casa me devuelve muchos rostros (algunos horribles) de mí mismo: soy un mexicano rencoroso, soberbio, clasista, violento, iracundo, resentido, racista, revoltoso, arrogante… Y como no me gusto en esta casa de espejos, no me queda más que odiarte, te llames Andrés o Felipe. Y a ti, lo mismo. Y así será, hasta que nos sentemos, todos, a enamorarnos de nuevo (¿alguien tiene por ahí un tequila y un mariachi?).
yuriria_sierra@yahoo.com
18 de agosto de 2006
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