Marco Levario Turcott
Crónica
16 de Agosto de 2006
Como en ninguna otra parte del mundo, Latinoamérica es tierra de caudillos. Lo fue cuando aquellas históricas gestas de independencia del siglo antepasado que desembocaron en los Estados nación y ahora lo es como factor que hace posible, en el contexto de las democracias contemporáneas, una involución autoritaria.
Durante las revueltas indígenas de mediados del siglo XIX en Bolivia, Ecuador y Perú, y luego, en los albores del siglo XX, con las irrupciones campesinas de México y Venezuela, el caudillismo se consolidó como expresión social que, ceñida a la dirección de un solo hombre, actuaba fundamentalmente a través del empleo de las armas. En esos tiempos las instituciones no eran el baluarte de convivencia social porque, simple y sencillamente, no existían.
Una centuria después, los caudillos de Latinoamérica son reminiscencia del pasado, como las postmodernas expresiones literarias o cinematográficas del vampiro de Stoker, con la diferencia de que uno motiva al regodeo fantástico mientras que otro, el caudillo, es como el retrato de Wilde montado en el caballete de la historia: el rostro joven de un personaje extemporáneo. El caudillo es la imagen seductora, pero falsa y tan cruel como el Príncipe Idiota, de que un hombre y sólo uno es capaz no sólo de interpretar las necesidades del pueblo sino que tiene el poder de satisfacerlas todas.
Atahualpa no conoció a los gauchos de Güemes igual que Emiliano Zapata no platicó con Bolívar. En este desbarajuste cronológico, todos, sin embargo, están tamizados con la misma patina de la historia: son caudillos y vivieron grandes epopeyas de armas. Ocurre lo mismo en la época moderna: tal vez sea cierto que Andrés Manuel López Obrador no haya visto en persona a Hugo Chávez, pero igual que el político tabasqueño no conoció, digamos, a Pancho Villa, eso es lo de menos. López Obrador y el presidente venezolano creen que encarnan algún personaje de la historia pasada y aunque no se conozcan entre ellos, forman parte del mismo fenómeno político: la grosera y riesgosa caricatura de un sujeto histórico imprescindible en su momento.
Frente al ya mencionado conde Drácula, el crotaloteo de los dientes se aligera con una buena cabeza de ajos. En el orden de la realidad el antídoto contra el caudillo es la democracia —instituciones, leyes y normas— justamente porque entre las consecuencias históricas del caudillismo contemporáneo en Latinoamérica están las dictaduras. El caudillo postmoderno ignora a las instituciones y si puede las suprime —otra manera de decirlo es que las purifica—; evita contrapesos.
A los caudillos de las reyertas de Independencia, y de antes también, los cubre el aura de misterio; son leyendas de poderes mágicos, luchadores de un destino que sólo debemos seguir (hay incluso quienes fantasean con que Emiliano Zapata es la reencarnación de los dioses aztecas, igual que de otras deidades lo fueron Arturo o Aquiles).
Los partidos son pilares de la democracia y, en México, el PRD es la segunda fuerza. Pero, sometido a los designios del único líder, vive el riesgo de perder en la calle lo que ganó en las urnas —justamente al revés de lo que durante tanto tiempo pretendió—.
La base social de los partidos son los ciudadanos y la regla elemental de convivencia es la deliberación. Cuando prima la voluntad del caudillo se modifican las bases de apoyo, el ciudadano se vuelve objeto de maniobra y la discusión se disuelve mediante la febril aceptación en masa a la pregunta del caudillo, con una obediencia ciega que asiente antes de oír, como sucedió el domingo pasado en el Zócalo.
El PRD está en crisis justo cuando ha logrado el mayor avance de su historia. Lo mejor de su tradición de izquierda está sometida al dictado del líder único y esa condición apenas se asemeja a cuando lo dirigió Cuauhtémoc Cárdenas porque, esta vez, el PRD está totalmente a la sombra del caudillo.
Apenas en voz baja algunos de sus integrantes comentan el riesgo que para el PRD tiene que López Obrador decida todo sobre todo, o sea, de que el partido haga todo lo que el dedito del caudillo diga. Pero en voz alta vale la pena decir que la figura del caudillo es contraria a la democracia, que vale la pena un sistema de partidos fuerte y que para ello tiene sentido esperar a que el PRD remonte el momento más aciago de su historia.
mlevario@etcetera.com.mx
17 de agosto de 2006
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