25 de agosto de 2006

Un mundo lejano: la otra realidad de AMLO

Jorge Fernández Menéndez
Excélsior – Razones
25-08-06

Un lector queretano, Javier Odriozola Ibargüengoitia, me escribe haciéndome la misma pregunta que nos hacemos muchos en este país: "¿Me puede explicar cómo se puede parar tanta charlatanería y mentira o, de plano, hay que esperar a que las cosas caigan por su propio peso?" La pregunta viene a cuento, más que nunca, ante el más reciente delirio de López Obrador: le acaba de decir a Le Monde que en la supuesta Convención Nacional Democrática que está convocando para el 16 de septiembre en el Zócalo (el lugar y el método idóneo para discutir lo que sea, como en los Aguascalientes que organizaba Marcos) "podría ser declarado Presidente" si la gente así lo quiere.

¿Qué le pasa a López Obrador? Siempre me he negado a abordar las teorías psicologistas sobre la personalidad del ex candidato presidencial, pero cuando se leen esas declaraciones, uno debe comenzar a pensar en la sensatez de quien declara y entonces los planes más absurdos (desde la concepción de aquel territorio "liberado" de Chiapas, Tabasco y Oaxaca que —me ilustra otro lector, éste, un viejo amigo, Ignacio Chávez de la Lama— ya esgrimía como propuesta López Obrador desde 1994, hasta su comparación con Jesús, Gandhi y Martin Luther King) deben ser considerados con mayor seriedad. Algunos de los seguidores de López Obrador me dicen que no es así, que todo es una suerte de puesta en escena para poder estar en los medios, y que si no hubieran establecido el plantón en Reforma y el Centro Histórico hoy estarían políticamente hundidos. Puede ser, pero lo que no comprenden es que esa estrategia les permite estar en los medios, pero los ha hundido políticamente mucho más. Lo único que no puede perder un político es la credibilidad y López Obrador ha optado por la fe ciega de un grupo de seguidores en contra de las expectativas que depositaron en él millones de mexicanos.

No es una especulación, todas las encuestas que se han realizado, sobre todo desde el inicio del plantón hasta ahora, reflejan una constante caída de popularidad y aceptación de López Obrador y del perredismo. El mismo López Obrador, en otra entrevista, ésta con el Financial Times donde se proclamó "revolucionario" y sostuvo que lo que México necesita es una "auténtica revolución", aceptó que desde el 2 de julio su popularidad había caído significativamente. En un razonamiento lógico, el mismo sujeto tendría que asumir, aunque esté convencido de sus objetivos, que, por ejemplo, no puede ser proclamado "presidente" de un país sólo porque un puñado de sus simpatizantes así lo deciden: el tabasqueño obtuvo 35% de los votos, hoy las encuestas muestran que difícilmente superaría ese 35% e, incluso, Marcelo Ebrard correría el serio peligro de perder el Distrito Federal. ¿En qué se basa entonces para asumirse como un líder nacional? En los hechos no es sino un candidato derrotado, el único de todos los que compitieron el 2 de julio para centenares de cargos públicos que no acepta su derrota.

Nos pregunta nuestro lector: "¿Cómo se puede parar tanta charlatanería y mentira o, de plano, hay que esperar a que las cosas caigan por su propio peso?"

Soy de quienes creen que tanta charlatanería y mentira (e insistimos, como hemos dicho en otra oportunidad, que es más peligroso el charlatán que el mentiroso, porque éste por lo menos debe reconocer la realidad para, a base de una mentira, tratar de modificarla, mientras que aquél se inventa, sencillamente, su propia realidad, y López Obrador parece ser de estos últimos) se deben parar demostrando la enorme cantidad de inconsistencias de ese discurso. Algunos analistas consideran que simplemente se debe ignorar a López Obrador para no hacerle publicidad gratuita aunque sea criticándolo. No creo que sea la vía correcta: durante mucho tiempo se ignoró a Hitler o a Mussolini o, incluso, a Stalin (a quien veían como un tosco operador político comparado con la brillantez teórica de Trotsky o Bujarin), pensando que eran simples caricaturas, que no podían ser tomados en serio. Cuando quisieron hacerlo, ya fue tarde. No se debe cometer el mismo error.

Lo que no se debe hacer es caer en el juego que nos está proponiendo. Se le deben señalar todas sus inconsistencias, pero al mismo tiempo dejar que su juego caiga por su propio peso. La gente, por lo menos la mayoría, no es tonta: sabe diferenciar a un auténtico luchador social, aunque no esté de acuerdo con él, de un charlatán. Nadie discutió nunca los méritos de Cuauhtémoc Cárdenas, Heberto Castillo, Arnoldo Martínez Verdugo, Valentín Campa, Demetrio Vallejo, se estuviera o no de acuerdo con sus propuestas y principios. La creciente soledad en la que se encuentra López Obrador, evidente en los campamentos vacíos, en la necesidad de acarrear gente de todo el país para sus mítines, en el rechazo de muchos de quienes lo siguieron hasta el 2 de julio, es una demostración de que no genera, ni remotamente, el respeto que se ganaron los verdaderos hombres de izquierda del presente o del pasado. Y ello es porque nada afecta más a un charlatán que exhibirlo: sus palabras son como arenas movedizas, cuanto más habla, más se hunde.

Pero, además, se necesita política, una política activa, para salir adelante y dejar atrás a los charlatanes. El nuevo gobierno, desde la transición, en los próximos cien días, debe mostrar un camino de conciliación y progreso. Algunos han hablado de la necesidad de establecer los puentes para el diálogo, y tienen toda la razón. La pregunta es si se puede dialogar con alguien que no desea hacerlo y se ha creado su propia realidad. Habrá que hacerlo con quienes se puede tener profundas diferencias, pero existe la posibilidad de establecer, por lo menos, un lenguaje y una realidad comunes.

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