15 de julio de 2006

Curandero vs Doctor

Sin estar de acuerdo en todo lo planteado, es interesante ver el punto de vista y la crítica incisiva que suele caracterizar a Denise Dresser respecto al fracaso y la derrota de AMLO.

Denise Dresser
Revista Proceso
(Número 1549)
9 de julio de 2006


Una parte del país preocupada por su salud decidió. Una porción de ese México atribulado eligió. Fue a las urnas y de manera democrática rechazó el diagnóstico que ha hecho —desde hace años— Andrés Manuel López Obrador. El que percibe a la pobreza como cáncer terminal. El que subraya la desigualdad como tumor principal. El que promete una cirugía mayor para extirpar ambas. Rechazado por una pequeñísima mayoría electoral que prefiere seis años más de curitas a una operación incierta. Rechazado por quienes deciden continuar con el mismo doctor en lugar de cambiar de tratamiento. El 35.88% no quiso convertir a AMLO en su médico de cabecera. Pensó que traicionaría la consigna Hipocrática: "No causar daño". Creyó que empeoraría al país con el afán de curarlo.

Y sí, hubo guerra sucia. Y sí, hubo una campaña mediática y política orquestada por Vicente Fox. Y sí, hubo un uso equívoco de los programas sociales en ciertas zonas. Y sí, hubo errores criticables del IFE durante los últimos días. Y sí, Luis Carlos Ugalde merece ser condenado por su incompetencia y los consejeros electorales por su omisión. Y sí, Patricia Mercado le arrebató votos a la izquierda. Y sí, los gobernadores del norte apoyaron a Felipe Calderón. Y sí, Elba Esther Gordillo también lo hizo. Y sí, el establishment político y económico del país cerró filas ante un médico de provincia que amenazaba con remodelar el hospital.

Pero el hecho innegable es que Andrés Manuel llevaba tres años con una gran delantera que dilapidó. Era su elección para perder y la perdió. Porque a lo largo de la campaña electoral, el político sagaz actuó como chamán. Se erigió en curandero. Se dedicó a ofrecer hierbas mágicas y pociones fantásticas y curas misteriosas. Prometió refundar al país y resucitarlo. Creyó – como Hipócrates -- que casos desesperados necesitan remedios desesperados y se dedicó a ofrecerlos, pueblo tras pueblo, plaza tras plaza. Usó la esperanza de mejoría milagrosa como instrumento para ganar votos, para convencer indecisos. Creyó que bastaba anunciar la llegada de la salud, sin pensar con particular claridad cómo garantizarla.

Y para contender dijo muchas cosas lamentables; ofreció muchas prescripciones criticables. Fue doctor de pueblo ante enfermedades globales. Recurrió a las recetas de las tías viejas en vez de disponer del conocimiento de los expertos. Recurrió a la homeopatía en vez de usar los rayos X. Se paró ante México con un maletín lleno de instrumentos de los años cincuenta, para enfrentar enfermedades económicas producto de los años noventa. Se presentó como curandero ante una enfermedad terminal, y no explicó a cabalidad como logaría vencerla. Convocó a los espíritus del pasado en vez de diseñar las herramientas médicas del futuro.

Por ello los remedios que prometió resultaron más atemorizantes que la enfermedad. Para muchos electores, la peor cura para los males de México era la posibilidad un presidente que no supiera escuchar. Que fuera renuente a aprender y pensara que no es necesario hacerlo. Que pensara más en cómo redistribuir que en cómo crecer. Que le apostara a la magia de Macuspana por encima de la medicina moderna. Que intentara sanar a México con sanguijuelas y pociones y rezos y buena fe. Que definiera quién merecía vivir y quién merecía morir. Un doctor milagroso que insistió en parecer peligroso.

Porque uno de los primeros deberes de un buen médico es educar a sus pacientes, prescribirles el medicamento correcto o saber cuándo no administrarlo. Las recetas de AMLO convencieron a algunos segmentos del electorado pero alienaron a otros. La campaña del miedo provocó una epidemia nacional porque López Obrador no se había vacunado contra ella. Al contrario, la alimentó con el discurso de la confrontación constante, con la retórica de la división incestante. El país de los privilegiados vs el país de los marginados. El México de los de arriba vs el México de los de abajo. Andrés Manuel no supo hablar de otra manera y eso lo hundió. No supo actuar de otro modo y eso lo debilitó. Perdió la elección mucho antes del 2 de julio.

Por su obsecación. Por su tosudez. Por no moderar sus posiciones cuando llevaba la ventaja suficiente en las encuestas para hacerlo. Por no atemperar sus posturas y deslizarse hacia el centro pragmático en lugar de atrincherarse en la izquierda recalcitrante. Por no reunirse con los grupos que más le temían antes de que comenzaran la guerra sucia en su contra. De haberse definido a sí mismo como un hombre poco peligroso, se hubiera vacunado ante esa acusación. De haber ofrecido algo menos radical que la amputación de las extremidades superiores, hubiera tenido más pacientes. No hay nada más estimable – según Voltaire – que un médico que ejerce su profesión con cautela y trata a ricos y pobres por igual. AMLO se negó a hacerlo y hoy 247,000 votos de diferencia son el resultado.

Andrés Manuel López Obrador le apostó a un pueblo enfermo y nunca entendió que con él, no le alcanzaba para ganar. Porque hay una parte del país que sí prospera, aunque sea lentamente. Porque Andrés Manuel nunca entendió que al poner primero a los pobres, asustaba a todos aquellos que no se perciben así. A todos aquellos que no querían arriesgar, sino preservar. A todos aquellos que no querían refundar al país, sino conservar lo poco – o mucho -- que han logrado acumular en él. No hay manera de curar a alguien que se cree en buena salud, y una porción del electorado cree que lo está. Allí va cojeando con su crédito, con su vivienda de interés social, con su carro pagado a plazos El México relativamente pobre que se rehusa a admitirlo y a votar por alquien que lo clasifica así.

Pero esa porción del país que AMLO convenció no va a desaparecer tan sólo porque lo saquen a patadas del hospital. No va a guardar silencio tan sólo por los resultados del conteo oficial del IFE. No va a dejar de quejarse tan sólo porque Felipe Calderón ha sido declarado en ganador oficial. Ese México pintado de amarillo está allí, habitado por millones de mexicanos que confían en López Obrador. Le creen. Y no es sólo por pobreza o ignorancia como muchos de sus detractores sugieren. Los que votan en su favor piensan que el diagnóstico que ha hecho del país es correcto. Piensan que no es posible seguir tomando aspirinas para combatir un cancer. Piensan que no es deseable seguir tomando jarabe para la tos ante una pulmonía. Piensan que México necesita algo más que paliativos, algo mejor que placebos.

Y con ellos, AMLO convierte al PRD en segunda fuerza electoral. Con ellos, AMLO duplica el voto para la izquierda en tan sólo seis años. No es poca cosa y él lo sabe. Por eso peleará hasta el último momento; impugnará hasta la última casilla; disputará hasta el último voto. Ha construido un movimiento social y hará todo lo necesario para asegurar su supervivencia. De allí su cuestionamiento al proceso electoral y los resultados que arroja. De allí su posicionamento post-electoral y los riesgos que entraña. Para existir, López Obrador tiene que pelear y seguirá haciéndolo. Hoy como candidato vencido, mañana como luchador social enardecido. Hoy como curandero rechazado, mañana como líder de un frente nacional.

Lo cual le hará la vida difícil a Felipe Calderón en las próximas semanas, en los próximos meses, en los próximos años. Y peor aún si persisten las dudas en torno al proceso electoral. Porque en política todo es percepción y la actuación del IFE ha contribuido a entrurbiarla. Porque no hubo un fraude monumental pero muchos mexicanos empiezan a creer que así fue. Porque la resistencia de tantos a contar los votos alimenta esa creciente convicción. Y peor aún: a lo largo de la campaña que lo llevó a ganar, Calderón nunca vió al país enfermo. Nunca pasó por la sala de ciudadados intensivos. Nunca se asomó a la sala de emergencias. Nunca supo qué decirle a aquellos que no viven, sino sobreviven. En esta elección, Calderón fue un cirujano plástico. Y el pedazo del país que no votó por él, le va a seguir exigiendo una operación quirúrgica mayor.

Mientras Calderón decide cómo reaccionar ante el otro México, López Obrador se encargará de radicalizarlo. De movilizarlo. De liderearlo a cada oportunidad. Y si no hay transparencia total en torno a cada voto que lo llevó a perder, lo hará con aún mayor vehemencia. Recorrerá el país como Jesús, diciendole a cada unos de sus seguidores "levántate y anda". Convocará a asambleas informativas, pidiéndole a sus apóstoles que no pierdan la fe. Continuará diagnosticando ls enfermedades del país a las que hora añadirá los sintomas del fraude. Y marginado de la política formal, es posible que sea más "peligroso" que dentro de ella. El líder que pudo haber sido doctor certificado, ahora convertido en curandero incómodo.

Denisse Dresser es profesora de ciencias políticas en el Instituto Tecnológico de México.

No hay comentarios.: