10 de julio de 2006

El poder de la conciliación

Isabel Turrent
Reforma
9 de Julio del 2006

Hay muchísimos casos de sociedades que optaron en algún momento de su historia por el suicidio político para ejemplificar los riesgos que corre hoy la democracia en México. Pero tal vez el caso más preciso y ominoso sea el de Chile en el período inmediatamente anterior a la elección de Allende el 4 de septiembre de 1970, durante su gobierno y alrededor del cruento final de la Unidad Popular en 1973. Chile vivió un proceso de polarización semejante al mexicano durante esta última campaña electoral. Las identidades políticas acabaron borrando cualquier otra etiqueta. Los chilenos acabaron por ser, antes que nada, socialistas, comunistas, demócrata-cristianos o derechistas. Las identidades comunes desaparecieron o fueron secuestradas por los grupos políticos: los “verdaderos” chilenos pertenecían a uno o a otro partido y las divisiones sociales y las desigualdades económicas reforzaron las identidades políticas excluyentes. El debate público alrededor de ideas y propuestas entre quienes apoyaban a las diversas corrientes, desapareció en medio de insultos y descalificaciones. En sociedades fracturadas por divisiones políticas, étnicas o religiosas, las batallas por el poder son cerradas e intensas. La elección de Allende se dio en un clima semejante a los últimos meses de la campaña que culminó en México el 2 de julio.

Salvador Allende llegó al poder con una mayoría relativa apenas superior a la votación que recibió Felipe Calderón hace unos días: 36.30 por ciento. El gobierno socialista de Chile era legítimo, pero cometió un primer error que Calderón ha evitado, pero que López Obrador ha repetido desde la derrota. Más allá de las presiones externas y las desventajosas condiciones económicas del país, a Salvador Allende se le olvidó contar. Alessandri, el candidato de la derecha, había obtenido 34.98 por ciento de los votos y Tomic, el demócrata-cristiano, 27.84 por ciento. Así como López Obrador habla en nombre del “pueblo” a pesar de que casi 62 por ciento de los electores votó en contra de él, Allende procedió a aplicar un programa que rechazaba el 62.82 por ciento de los chilenos. Sus opositores se enfrascaron en un proceso aún más peligroso y negativo: brincaron inmediatamente las barreras de la legalidad y vulneraron las instituciones chilenas. Cometieron los dos pecados que no se puede permitir nadie que actúe en política: la falta de objetividad y la irresponsabilidad.

A espaldas de la realidad y del sentido común, creyeron que las instituciones democráticas chilenas podrían usarse para destruir al ejecutivo que las encabezaba. Esas instituciones acabaron funcionando como células cancerosas y derruyeron el sistema democrático que los opositores de Allende decían defender. AMLO, sus estrategas y seguidores, han olvidado que la paz y la estabilidad son bienes escasos; que la democracia es un sistema inherentemente frágil y que el poder de un Estado democrático reside en la confianza. Poner en duda la transparencia y solidez de las instituciones -y peor aún, en una cultura política como la mexicana tan dada a los rumores y a la sospecha- es la receta perfecta para destruir un sistema democrático.

La conducta de los medios de comunicación chilenos arroja también lecciones que deberíamos aprender. Periódicos como El Mercurio actuaron como lo hace Proceso esta semana: atizaron la hoguera repitiendo mentiras, vulnerando la institucionalidad e invitando a los ciudadanos a romper la ley. Muchos intelectuales jugaron también un papel deplorable. La intelligentsia ligada a Allende, intelectuales de izquierda que, como muchos en México, discutían sobre política, sintiéndose proletarios, en restaurantes de lujo alrededor de asados acompañados por buenos vinos chilenos. “Históricamente tan encapsulados y majaderamente autorreferentes”, como los recordaría un cronista chileno de ese período años después, se sintieron parteros de la historia y presionaron a Allende para que acelerara un proceso que estaba condenado al fracaso. Los polarizados de ambos bandos siguieron involuntariamente la máxima del filósofo francés Bertrand de Jouvenel: “una sociedad de borregos terminará teniendo un gobierno de lobos”.

El resultado fue un baño de sangre y una dictadura militar que se prolongó hasta 1989, cuando una coalición de partidos de centro izquierda (cuyo lema, “la alegría ya viene”, se plagió, por cierto, Andrés Manuel López Obrador al final de su campaña) mandó a Pinochet a su casa y empezó a reconstruir el sistema democrático que se había derrumbado en 1973.

En México, las posibilidades de un golpe militar son casi inexistentes, pero nos acechan dos escenarios terribles si la estabilidad y el respeto a la institucionalidad democrática no se restablecen: el del desorden y la anarquía, y el de la violencia fratricida. Los chilenos rescataron sus identidades complementarias -la nacionalidad y la búsqueda concertada del desarrollo en libertad- y encontraron terrenos comunes para el acuerdo después de decenas de miles de muertos y un largo exilio. La negociación de un nuevo pacto social fue muy costosa. México está muy a tiempo de llegar a un acuerdo sin esos costos. Un compromiso que defina el país que queremos y una nueva agenda política que le dé prioridad a la lucha con la pobreza. Los mexicanos debemos hacer a un lado las identidades políticas que nos han polarizado y emprender un proceso de reconciliación con base en nuestras identidades comunes.

iturrent@yahoo.com

No hay comentarios.: